LA PIEL DE UNA MONJA
Hemos visto por fin la mejor película europea del año (como opinión subjetiva, pero compartida por ingente número de sujetos críticos): la polaca Ida. Por exigencia de brevedad no...
Dermatólogo. Alergólogo. Estética-----Igualatorio--C/Castilla 10, Bajo. Santander, Cantabria. PIDA CITA
He elegido estas dos fotografías para contemplarlas enfrentadas, elocuente ejemplo sobre la evolución de la estética del rostro femenino. Cien años se pueden recorrer desde el retrato de Lillian Gish, protagonista de la primera gran película realizada en Hollywood (El nacimiento de una nación, 1915), un talento único como actriz y como pionera del cine —fue también una de las primeras mujeres en dirigir alguna película— hasta el actual perfil de Twitter de Lana del Rey, cantante y compositora de máxima proyección como neo-diva que ha reventado las fronteras del pop independiente. Existe en ambas bellezas una impronta de fragilidad, que para Miss Lillian siempre supuso una amenaza de encasillamiento en la representación de la inocencia, y que Lana también ha explotado, gracias a un incierto pasado de sufrimientos, desgranados por su voz ahumada. Dos ejemplos proyectados al mundo desde el mismo negocio del espectáculo con un intervalo de 100 años.
Porque para los que no somos Proust, al hablar del cambio en la percepción de lo bello necesitamos un tratamiento gráfico. Lo cual es posible para los últimos 100 años, ya que por primera vez en la historia disponemos de documentación gráfica captada de la realidad y que permite analizar los cambios en la estética. Pero creo que tampoco la aproximación por medios visuales es suficiente; es lo que pensé al ver este vídeo:
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Un experimento quimérico pretender que se plasme en un minuto la evolución de todo un siglo en cuanto a gustos, emociones e ideas en torno a la belleza (y solo hablamos de la femenina). Pero buen intento.
Y si para definir una idea de la belleza en su cambio a lo largo de un tiempo nos resulta insuficiente ver imágenes, poco podría añadirse desde la ciencia de la dermatología estética. Sería presuntuoso empezar a tratar aquí sobre juegos de proporciones y volúmenes faciales, aunque la proporción áurea del famoso numerito phi se mantenga desde los griegos. Reducir la cuestión a estructuras óseas o volumen de labios de puro simple ofende toda sensibilidad estética. Tampoco ayudaría demasiado el que otros nos hablasen sobre la historia de los peinados o las modas cosméticas. Ni siquiera servirán las consideraciones sociológicas, como son las que tratan la situación social de la mujer a lo largo del siglo. Por muy determinantes que sean para otros los ámbitos, no llegarán a poder definir la idea de belleza en un momento dado.
Porque vidrioso resulta intentar definir lo bello, terreno de la máxima subjetividad, pero aun es mayor el peligro de reducir las ideas estéticas a un canon. Canon que estará mutando constantemente, y para el que ni siquiera para un breve momento de la historia existiría unanimidad.
En cuanto a nuestra profesión, se comprende que si para definir lo bello encontramos pocas certezas, en una intervención de dermatología y estética el dermatólogo tiene un deber de respeto por la naturaleza de las cosas. Cuando se trata de corregir las imperfecciones o restaurar cualidades de la piel atenderemos siempre a la armonía de cada persona en sí, no a unas ideas estandarizadas, de esas que dictan en cada momento histórico qué es lo que se espera de una persona. Este tema forma parte del diálogo con el paciente, pues una buena comunicación ha de aclarar las finalidades de la intervención y hasta dónde parece prudente actuar sobre algo tan propio de la persona (palabra que etimológicamente deriva de máscara).
Que no se acierta buscando una definición de belleza para un tiempo dado, sino para un individuo concreto, mejor lo expresó Proust (precisamente hace 100 años) en su segundo volumen de A la Recherche. Trad. Mauro Armiño, Ed. Valdemar. Pag. 580
Siempre olvidamos que tanto la belleza como la felicidad son individuales y, sustituyéndolas mentalmente por un tipo convencional que formamos haciendo una especie de media entre los distintos rostros que nos han gustado, entre los placeres que hemos conocido, terminamos contentándonos con unas imágenes abstractas que son láguidas e insípidas porque les falta precisamente ese carácter de cosa nueva, diferente de lo que hemos conocido, ese carácter propio de la belleza y de la felicidad.